jueves, 19 de febrero de 2015

La sirena azul



Un medio día el viejo Miguel se asomó en la abertura del árbol donde él vivía y vio unas criaturas metidas en los pozos removiendo las plantas acuáticas. No sabiendo de qué se trataba, pensó en la existencia de alguna nueva especie surgida en medio de las inmediaciones vivas de los elementos míticos actuando independientemente de los preceptos de Alas El Volador, Hunab Ku, y otros seres celestiales; se preguntaba él mismo por estas clases de animales que no aparecían en los registros de su conciencia.
Veía las criaturas de lomo azul plateado entrando y saliendo de debajo de la taruya y las otras plantas acuáticas; podría tratarse de alguna especie de hipopótamo o dantas, llegó a pensar; o si no se trataría nuevamente de esa creación mágica y terminante experimentada por los hombres del clan del loro, los ocultos bajo plumas verdes y azules, hijos de Hunab Ku, el único dios; los hijos del maíz, los hombres maíz con su tesoro o guaca, los hombres guaca-maya, los guaca-lao, los poporeros, los del Popol Vuh..., los hombres del agua, los yaguas de Unamarai; podría tratarse de esa otra bestia del agua, esa especie surgida por encanto de entre las plantas acuáticas y el agua misma de las lagunas encantadas...; de ese cuadrúpedo hembra aparecido en los jagüeyes comiendo taruya y bejucos de agua y a ratos salía a caminar sobre suelo firme; si no sería ésa, la yegua, se decía.
Al estar cerca se dio cuenta que se trataba de hombres, pues los oyó conversando durante la faena de pesca, cuando hundían las manos bajo las plantas de agua para buscar animales. Eran cuatro. Ellos, al percibir su presencia, lo saludaron sin sorprenderse. En la orilla de la ensenada, sobre la playa, había un par de bagres grandes, algunas tortugas y una sirena azul con los brazos atados con cuerdas por detrás del cuerpo; sus ojos eran de un azul profundo; la cabellera rubia. Frente a semejante belleza pensó: “Caramba, quien hizo este rostro es un artista.” Por pura curiosidad la empujó con la punta del pie, y ella le mostró los dientes, en un comportamiento agresivo. Sin embargo él intentó calmarla con un saludo, mas ésta volvió a responderle con un gruñido. Los pescadores le advirtieron: “No se acerque mucho a ese animal; muerde como perro; tampoco se confíe demasiado al verla así moribunda; las sirenas son resistentes para morir, tanto como las iguanas y las hicoteas.” El nunca había visto tan de cerca una sirena; éstas, al percibir algo extraño, se lanzaban al agua, en un comportamiento característico de las tortugas. Los hombres le preguntaron si él también era pescador; si lo era, debía entrar al agua; aquí en estos pozos había animales carnudos, entre los cuales se hallaban los bagres, parecidos a cerdos; y mojarras enormes y otras cosas compuestas de pura carne. El dijo tenerle miedo al agua; en caso de pescar, sería desde la orilla, con anzuelos; en esos pozos él había visto cucarachas gigantes; las había visto comiéndose un burro en cuestión de minutos.
Buscando relacionarse con otras personas a fin de deshacerse por un tiempo de la soledad, los pescadores se acercaron a él, diciéndole: “Usted tiene cara de pescador; se parece a un viejo de nuestro poblado.” En esos momentos la sirena ejecutó unos movimientos bruscos y emitió un ruido de puerco. Otro de los pescadores dijo: “Vamos a despedazarla de una vez, se puede envenenar”. Y explicó que, con la rabia, la sirena iba soltando un veneno; la carne se le ponía negra y, naturalmente, era necesario botarla. Con el pie, otro de los pescadores la empujó, tratando de voltearla. Al quedar completamente boca arriba, la sirena lanzó un gruñido y mostró unos dientes afilados, parecidos a los dientes de los tiburones. El hombre dijo: “Está criando; tiene los pechos llenos de leche”, y con el mismo pie le presionó uno de los pechos, de donde salió un líquido amarillento. “Es el calostro”, dijo el de la rula. Teniendo un análisis de la situación, el viejo expresó: “No deben matarla; está criando; deben soltarla.” El pescador respondió liberarla si le pagaban su valor. “No es fácil atrapar un animal de éstos; se expone uno a perder un brazo de un mordisco, o una pierna; tienen una fuerza terrible en las mandíbulas.” Y siguiendo los impulsos de su sentencia descargó el machetazo en la línea divisoria entre la parte humana y la de pez. Por la boca, la criatura dejó escapar un grito de dolor, mientras la cola se sacudía en su intento por retener la vida o tal vez reclamando el torso. El corte había sido parejo, sin desgarros, semejante al de la mortadela”, decía. Otro de los pescadores tiró al agua el torso, éste aún temblaba y de cuyas entrañas salía en abundancia la sangre; allí flotó por varios minutos, tiempo durante el cual ella quiso decir algo, pero ninguno de los pescadores le entendió, y cuando se pensó en su recuperación pues estuvo ayudándose con los brazos, un animal la haló por debajo con fuerza, hundiéndola en medio de sacudidas bruscas y de un remolino de sangre unido a la corriente. Otro de los pescadores abrió en pencas el resto del cuerpo, luego de quitarle las escamas. Parte de la carne fue expuesta al sol, la otra se tiró en las brasas. Ese día el viejo probó la carne de sirena, cuyo sabor no se diferenciaba de las otras carnes de pescado. Comió varias veces, y estuvo allí hasta por la tarde, cuando los pescadores recogieron todas sus cosas: las tortugas, los peces, los aparejos de pesca, y se marcharon con todos estos cachivaches sobre los hombros. A uno de ellos se le oyó decir que ellos tenían un rancho más adelante. A la hora de recoger sus pertenencias, se olvidaron de tomar un par de ollas, una sartén y un jarro de peltre. El viejo estuvo observando los utensilios debajo de un arbusto, sin embargo no dijo nada. Al perderse los pescadores en la distancia, recogió los corotos y se los trajo para la cueva del árbol donde él vivía.



Antonio Ramos Maldonado

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