lunes, 28 de abril de 2014

El gran caballero elfo

La tierra de los elfos había estado en paz desde hacía muchísimo tiempo, tanto, que sus guerreros habían olvidado su oficio. Todo era alegría y prosperidad y los bosques florecían cada vez más hermosos.
Las hadas y demás criaturas del bosque retozaban en los estanques y jugaban a las escondidas entre las flores. Los frutos eran más dulces que nunca y nadie debía preocuparse por nada, tan solo de divertirse y crear cosas bellas.
Pero en la montaña maldita, donde siempre azotaba la noche tormentosa, vivía una bruja de la noche que odiaba la luz del día y las flores y todo aquello que estuviese relacionado con la belleza. Ella quería convertir la tierra a su imagen y semejanza, para poder ser el ama de todo y pasearse a sus anchas, sometiendo a todos a su voluntad.
Nix, que así se llamaba la bruja, se puso a trabajar en un conjuro espantoso para lograr sus propósitos. Colocó un gran caldero sobre el fuego y comenzó a preparar su poción, mezcló dos patas de grillo, con las antenas de una cucaracha, la lengua de una salamandra, aliento de dragón, una ramita de muérdago enano y siete cabezas de piojo. Mezcló todo aquello con una cuchara de hueso de eohipo y lo guardó en una botella especial para pócimas.
La bruja subió a lo más alto de la montaña maldita y esparció su poción a los cuatro vientos, mientras decía las palabras mágicas: “stultus vinci silente”.
Al instante se produjo un destello en el cielo, que se esparció hacia todo el planeta, sumiendo a la tierra en la tormenta perpetua. Los animales, hombres y plantas comenzaron a debilitarse rápidamente, incluso la tierra de los elfos se vio afectada.
En pocos días, toda la vida sobre la tierra estaba amenazada, no tardaría mucho en extinguirse. El concejo de los elfos convocó a todos los grandes magos de la naturaleza, para ver si podían contrarrestar el poderoso hechizo.
Magos, brujos, wiccans y toda criatura mágica se acercó al concilio para sumar sus fuerzas. Nada podían hacer contra Nix y sus poderes, que a cada momento crecían más. Intentaban todas las artes que conocían, pero todo era inútil. Entonces lanzaron su última carta, el gran libro de la magia élfica. En este libro legendario había una profecía que anticipaba lo que estaba ocurriendo, y la profecía afirmaba que un caballero élfico sería el único capaz de salvarlos.
La batalla parecía perdida, pues los caballeros elfos habían olvidado todo cuanto sabían. El concilio de los seres mágicos se lamentó de su suerte. Cuando todos se retiraban para aguardar el final, se oyó un cuerno a lo lejos. Era un llamado antiguo, el llamado de un caballero de los elfos.
Nadie podía creer lo que escuchaba, pero se apresuraron a buscar en el horizonte las señales del caballero. A lo lejos, muy pequeñito, pudo divisarse el pequeño caballero, acercándose montado en su ratón mágico.
Cuando el caballero llegó hasta los miembros del concilio les contó que había oído hablar de la leyenda y que nunca había dado crédito a ella hasta que se hizo la noche eterna. Por eso había viajado desde muy lejos para ofrecer sus servicios.
Los grandes magos condujeron al caballero hasta la torre del castillo del rey de los elfos, allí era donde debía hacer sonar su cuerno. De acuerdo a la profecía, debía resoplar con toda su fuerza para destruir el maleficio. El callero Rhein, que así se llamaba, ubicó su cuerno en la almena de la torre y aspiró tan profundo como le fue posible. Acercó su boca al cuerno y resopló con toda su potencia, haciendo resonar por todos los rincones de las tierras altas, el ronco bramido.
El sonido llegó hasta la morada de Nix, quien dormía plácidamente. El rugido del cuerno entró en los oídos de la bruja convirtiéndola en polvo, entre chillidos y pataleos. Apenas la bruja hubo desaparecido, el hechizo se rompió y la luz comenzó a inundar cada negro rincón.
La tibieza del sol fue restableciendo el orden en todos los reinos y rincones del planeta, devolviendo la vida a toda criatura. Así, la tierra fue salvada de la malvada bruja por Rhin, el gran caballero de los elfos. 




Autora: Andrea Sorchantes.

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