En un lejano país vivía un rey
muy poderoso que tenía tres hijas, Amelia, Soraya y Alba, todas
hermosas, todas prometidas en matrimonio, pero la menor, Alba, era su
preferida.
Cierto día, el rey llamó a sus hijas y a sus prometidos junto a él
para confesarles que se sentía viejo y sin fuerzas para gobernar.
-Me siento viejo, hijas mías. He decidido abdicar, pero no pudiendo
decidir a cuál de ustedes favorecer, partiré le reino en tres partes,
cada una proporcional al amor que me tengáis. Yo viviré un tiempo con cada una de ustedes, acompañado por cien servidores.
La habitación quedó en silencio, que fue roto por la primera pregunta del rey.
-¿Cuánto me quieres tú, hija mía?- preguntó el rey a su hija mayor.
– Más que a mi vida, padre.- contestó Amelia.
El rey repitió la pregunta a su segunda hija, la que respondió:
– Te quiero más que a nadie en el mundo, padre.- respondió Soraya.
Ahora, el rey se dirigió a su hija favorita, con dulzura.
– Te quiero tanto como un hijo quiere a su padre y te necesito como los alimentos a la sal.
La respuesta de Alba enfureció al padre, estaba decepcionado y gritó.
– Esa no es forma de querer. Me has decepcionado, dividiré el reino entre tus dos hermanas y tú no tendrás nada.
Al tiempo que el rey pronunciaba estas palabras, el prometido de Alba
se escabullía para huir de su novia pobre. En tanto, las hermanas
mayores se burlaban de la menor y de su suerte.
El rey triste y enfermo, hizo expulsar a la princesa del palacio,
acompañada apenas por tres mudas de ropa, un vestido de palacio, uno de
fiesta y su vestido de bodas.
La princesa en desgracia, no tuvo más remedio que deambular por los
caminos sin destino, recorrió los pueblos y villas de los alrededores,
vestida como mendiga para no sufrir la humillación de ser una princesa
venida a menos. Mientras tanto, el tiempo transcurría. De tanto andar,
llegó al reino de su ex prometido, quien se había convertido en rey tras
la muerte de su padre.
El nuevo rey estaba en busca de una reina y para encontrarla,
organizaba enormes fiestas. La joven sintió gran tristeza por aquella
noticia, pues todavía estaba enamorada de él. Decidió entonces, que
intentaría estar cerca de su príncipe,
aunque por su condición de mendiga, no quería ser reconocida. Solicitó
trabajo en las cocinas reales, como ayudante para los banquetes. Trabajó
muy duro, ganando apenas el sustento para sobrevivir, pero su consuelo
estaba en ver desde lejos a su amado.
Cierto día, el rey decidió organizar una fiesta a la que estaban
invitados todos los miembros del personal de servicio de palacio. La
cocinera dio aviso a sus ayudantes, pero prohibió a Alba que asistiera,
ya que su apariencia era deplorable. Todos asistieron, mientras Alba
quedó sola en la cocina. Su deseo de ver al príncipe pudo más que su
prudencia, se puso su vestido de palacio y asistió a la fiesta.
Apenas Alba ingresó al salón, todos los presentes quedaron
deslumbrados, principalmente el rey, que no reconoció a su antigua
prometida, pues el tiempo y su gran voluntad la habían cambiado,
convirtiéndo a la jovencita en una hermosa mujer. El rey invitó a Alba a
bailar un vals, con la intención de conocerla. Al terminar la música,
Alba se excusó y se marchó, dejando al rey desconcertado y con deseos de
saber más sobre ella.
Por este motivo, el rey dio otro baile, al cual concurrió Alba, esta
vez más impresionante, con su vestido de fiesta. Nuevamente acaparó la
atención del rey, quien seguía sin reconocerla y bailaron toda la noche.
Hasta que la princesa logró escabullirse sin ser vista.
El rey que ya estaba enamorado,
decidió dar una nueva fiesta esperando a su amada. Alba concurrió con
su vestido de novia y el rey no se desprendió de ella por temor a que
nuevamente huyera. De todos modos, Alba se las ingenió para escapar y
dejar al rey absorto.
Tras el nuevo fracaso, el monarca cayó en una enorme depresión. No
comía ni tenía ganas de hacerse cargo de sus responsabilidades reales.
Fue entonces que la princesa Alba, le envió su anillo de bodas
escondido en el desayuno. Cuando el monarca lo vio, se puso como loco y
exigió que el responsable se presentara ante él. Cuando Alba llegó, el
rey pudo reconocerla gracias al recuerdo que el anillo le había traído.
El rey se disculpó con la princesa por su conducta pasada y le
ofreció matrimonio, el cual Alba aceptó encantada, con la condición de
que invitasen a su padre a la boda. El rey aceptó encantado.
Durante el banquete de la boda, por orden de la nueva reina, se
sirvió toda la comida sin sal. Los invitados dejaban la comida en sus
platos, desalentados por la soséz de aquellos alimentos. Alba ordenó que
les trajeran sal para sazonar el banquete. Fue entonces que el viejo
rey comprendió lo que su hija había querido decir aquel día y cuán
profundo e importante era su amor.
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