martes, 20 de octubre de 2015

Pipo, el ratón




Aunque su madre le había hecho jurar de todas las formas posibles que jamás entraría en esa casa, Pipo habría sido incapaz de cumplir tamaña promesa. Es descabellado jurar que no haremos lo que sabemos que deseamos con tanta intensidad, se decía. Que nuestros miedos guíen nuestras decisiones es descabellado y es peor que morir, reafirmaba sus ideas.
Pipo era un ratoncito diminuto que había nacido con menos peso que los demás, pero todo lo que no tenía en peso físico la vida se lo había dado en coraje; así que, sin dudarlo, cuando una tarde encontró la puerta del cobertizo abierta se escabulló rumbo a la enorme casa en la que habitaba el gran enemigo: una familia, igual a la suya, pero de humanos.
Cuando cruzó la inmensa puerta de madera se supo en el paraíso. Y todavía lo acompañaba esa sensación cuando trepó a la alacena y halló una enorme bolsa de galletas que engulló sin ninguna delicadeza. Pero toda su confianza se desplomó cuando al bajar de el inmenso instante sus ojos fueron a dar con la mirada azul de un gato regordete y desabrido que no dudó en perseguirlo por toda la casa. Pipo consiguió meterse en una bolsa de papel que milagrosamente estaba en el suelo.
Se quedó quietecito hasta que notó que el gato ya no merodeaba y entonces intentó salir de su escondite. Pero por mucho que intentó dar con el hueco por el que había entrado, no lo encontró. Comenzó a rascar y rascar las paredes en busca del hueco que le permitiera introducirse en esa bolsa pero estaba completamente sellada. Durante un buen rato estuvo encomendado a esta tarea sin lograr resultados favorables. Desesperado, comenzó a llorar y a llamar a su mamá, pero sólo el silencio le respondió. Finalmente se quedó dormido.
Al despertar estaba en la misma situación. No le quedaba otra, tenía que seguir intentándolo; comenzó a rascar nuevamente las paredes de su celda. Entonces un violento terremoto sacudió su hábitat. Nada podía hacer, durante un rato se vio zarandeado de un extremo al otro del bolsa. Cuando finalmente todo se calmó, la bolsa se abrió. Ante él dos humanos sonreían y lo invitaban a salir. Lo hizo lentamente; no le pegaron, incluso sostuvieron al gato para que no lo atrapara.
Al regresar junto a su madre estuvo a punto de contarle lo acontecido pero, prefirió guardarse ese secreto. Y desde ese día, cada tanto, Pipo sale del cobertizo y visita a los humanos que lo reciben entre risas mientras sostienen al gato amenazante y gruñón.

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