Cuando
Jazmín despertó, una intensa luz rompía el cristal de la ventana en
diminutas partículas que luego iban a parar al suelo y se evaporaban
antes de tocarlo. Se irguió en la cama y un pegajoso olor a alcohol le
recordó lo sucedido: el incendio que había arrasado con todo lo que
tenía y la llegada del bombero que la tomó en brazos y la llevó en andas
a través de las llamas. En su cabeza las imágenes se iban sucediendo
con aleatoriedad, y, a medida que avanzaban, una sensación de
agotamiento y desesperanza se iba apoderando más y más de ella.
Llevaba días en cama y nadie había venido a visitarla. Esa tarde entró una joven de mirada luminosa.
—Hola, me llamo Clara. ¿Cómo estás?
—No sé quién eres.
—No, disculpa. Vengo de parte de Índigo.
¿Era
posible que la memoria no fuera capaz de recordar un nombre tan
extravagante? Lo intentó. No había caso. Le respondió que no conocía a
nadie con ese nombre. Clara le dijo.
—Sí, tienes que recordarlo. Era amigo tuyo en la infancia.
Siguió
intentándolo. Nada. Le dijo que ni una sola fotografía se había salvado
del accidente, por lo que tampoco podía usar las instantáneas para
rememorar a ese tal Índigo. Y, después de mucho intentarlo, Clara
abandonó la habitación, deseándole que se mejorase.
—Voy a morir, lo sé. Ya nadie me recuerda. Voy a morir como todos los demás.
—No, Índigo, no dejaré que eso pase.
—Ya has
visitado a media ciudad, gente que en su infancia creía en mí y que
ahora, ni siquiera recuerda mi nombre. ¡No sigas perdiendo el tiempo!
Clara
llevaba varios meses intentando ayudarle sin resultados aparentes. Pero
se había prometido que jamás bajaría los brazos. Después de 3000 años de
vida, como todos los duendes, Índigo moriría si no encontraba a alguien
capaz de creer en él. Todos los días de esa semana Clara fue a visitar a
Jazmín y cada uno de ellos le preguntó si había recordado a Índigo. En
una de esas visitas, Jazmín le preguntó.
—Pero ¿qué ocurre con ese tal Índigo? ¿qué te ha dicho de mí?
—Que eran grandes amigos.
—¡Qué raro! Los médicos me han dicho que no he sufrido lesiones ¿No te parece extraño que no lo recuerde?
—No, porque estás desesperanzada y ya no crees.
—¿Qué tiene que ver eso con los recuerdos?
Se lo
contó porque, aunque le había jurado a su amigo que jamás revelaría su
secreto, supo que era la última oportunidad de salvarlo. Tampoco
funcionó. Jazmín comenzó a burlarse de ella y a expresar con claridad
que ya no creía en la magia.
La mirada
de Clara se apagó. Ella no era una niña pero sabía llorar. Había
agotado todas sus esperanzas; si al revelar la existencia de Índigo,
Jazmín no había sido capaz de reencontrarse con quien fuera en la
infancia, entonces solo quedaba una cosa: velar junto a él hasta que se
desvaneciera. Porque así mueren los duendes: se van disipando
lentamente, y lo último que se apaga son sus ojos, dos llamitas
coloradas que se tornan amarillentas hasta que las sepulta la oscuridad.
El dolor
que Clara sintió fue tan hondo y el cariño por su amigo tan intenso que
las lágrimas la incendiaron de una profunda amargura. Cuando su amigo la
encontró, ella evadía su mirada. Sin embargo, una luz cegadora la
obligó a mirarlo: su diminuto cuerpecito se había vuelto más nítido que
nunca y una enorme sonrisa iluminaba sus ojos.
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