En el jardín del Gran Hada de las
Golosinas vivían y trabajaban docenas de pequeñas, pequeñísimas hadas,
todas preciosas, todas presumidas, todas atolondradas y, sobre todo,
todas muy atareadas cuidando las plantas, las flores y los árboles de
gominolas, chicles, piruletas, caramelos, pirulíes, bombones,
malvaviscos, regalices, peladillas, garrapiñadas y, en fin, cualquier
golosina que puedas imaginar… y alguna otra que ni te imaginas.
Pero el
hada más presumida de todas las haditas presumidas (tan presumida que se
detenía en cada gota de rocío para contemplarse), la más atolondrada de
todas las atolondradas (tan atolondrada que continuamente se tropezaba
con plantas, animales y hadas) y la más pequeña de todas las pequeñas
hadas era, sin duda, Caramelo de Escarcha, una hadita que no medía ni
medio lápiz mordisqueado y con unas preciosas alas de libélula que se
encargaba de mantener siempre centelleantes y perfectas.
A Caramelo de Escarcha le entusiasmaba
trabajar en aquel jardín y acabar el día llena de pegajoso azúcar, y con
el sabor y el olor de mil chuches diferentes impregnando sus ropas, sus
manos y hasta su pelo. Sin embargo, a pesar ser un trabajo tan genial,
había una pequeña pega, una pega sin importancia, una nadería: la
pequeña Caramelo era una gran, una enorme, una extraordinaria golosa y
tenía que esforzarse muchísimo para no comerse una gominola de limón
brillantemente amarilla mientras recolectaba, o mordisquear una larga
brizna de regalíz mientras segaba, o saborear un delicioso y
blanquirosado malvavisco directamente del arbusto, en fin, que a la
hadita le habría gustado pasar el día comiendo golosinas sin parar.
Y, claro, pasó lo que tenía que pasar,
que un día toda la fuerza de voluntad de Caramelo de Escarcha se vino
abajo, y eso ocurrió cuando le tocó encargarse por primera vez de los
árboles rebosantes de caramelos de todos los tamaños, formas, colores y
sabores: bastones rojiblancos, apretadas espirales rosas, pequeñas
piezas de frutas anaranjadas, diminutas bolitas amarillas, cilindros
multicolores… Ante cosas tan deliciosas, Caramelo de Escarcha no pudo
resistirse y, mientras trabajaba, comenzó a comer de todos y cada uno de
ellos.
Y siguió haciéndolo todos los días. El
Gran Hada de las Golosinas, notando la falta de caramelos, reunió a
todas las haditas para advertirles que, fuera quien fuera la culpable,
debía detenerse o sus robos iban a tener un gran castigo.
Al día siguiente, Caramelo de Escarcha,
asustada, se dijo a sí misma que no cogería ni medio caramelo pero,
lamentablemente, la decisión le duró bien poco y volvió a comer
caramelos como si nada. Varios días más tarde, el Gran Hada de las
Golosinas, volvió a reunir a las pequeñas trabajadoras y volvió a
repetir lo mismo de la vez anterior: que si la ladrona no dejaba en paz
los caramelos, iba a sufrir muchísimo.
Caramelo de Escarcha, viendo hasta
entonces no había ocurrido nada, continuó comiendo caramelos, un poco
preocupada, pero no demasiado. Volvieron a pasar los días, volvió el
Gran Hada a reunirlas a todas y volvió a insistir en que sería mejor
que, quienquiera que lo hiciese, dejara de coger caramelos sino quería
pasarlo realmente mal. Caramelo de Escarcha, por supuesto, volvió al
día siguiente a comer de todas y cada una de aquellas maravillas de
colores.
Y así pasaron unas cuantas semanas hasta
que, una mañana la pobre Caramelo de Escarcha despertó sufriendo un
dolor horrible, espantoso y horroroso. Un dolor como nunca había sentido
antes, un dolor horroroso, un tremebundo dolor de muelas que casi no la
dejaba ni pensar y acudió a la única que podía ayudarla: el Gran Hada
de las Golosinas que, al verla, la miró entre severa y divertida, y le
dijo:
-¿Cuántas veces advertí de que seguir cogiendo caramelos iba a traer graves consecuencias?
Caramelo de Escarcha, sorprendida, preguntó:
-¿Ese dolor atroz me lo has causado tú para castigarme por comer caramelos?
El Gran Hada, sacudió la cabeza, negándolo:
-No, ese dolor atroz te lo has causado tú misma comiendo caramelos sin ton ni son.
Y le explicó que, cuando uno come tantas
golosinas como ella había comido, acaban por formarse caries que es lo
que estaba provocándole ese terrible dolor de muelas y que no pensaba
castigarla de ninguna forma porque ya tenía castigo más que suficiente.
Eso sí, esperaba que hubiera aprendido
la lección y no volviera a hacer lo mismo nunca más. Caramelo de
Escarcha, avergonzada y dolorida, dijo que sí con un movimiento brusco
de cabeza lo que hizo que el dolor de muelas se hiciera más fuerte aún.
La Señora de las Golosinas había pensado dejar que Caramelo de Escarcha
lo pasara mal un par de días más pero al verla tan avergonzada,
arrepentida y dolorida, le dio tanta pena que decidió utilizar su magia
para curarla en ese mismo instante.
Tan aliviada se sintió Caramelo de
Escarcha que se hizo la firme promesa de no volver a comer golosinas,
nunca más, promesa que sólo duró hasta la mañana siguiente, por
supuesto.
Porque sí, la diminuta hada siguió
comiendo golosinas y disfrutándolas como siempre, eso sí, ni volvió a
robarlas del Jardín de Golosinas ni volvió a comerlas en tan grandes
cantidades porque, por mucho que le gustaran las chuches, a Caramelo de
Escarcha le gustaban muchos más sus dientes.
Fin
Caramelo de Escarcha. Dolores Espinosa, escritora española. Cuento infantil sobre la glotonería.
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