EDGAR ALLAN POE
Marmontel, en esos "Contes Moraux" (cuentos de costumbres)
que nuestros traductores se obstinan en llamar "Moral Tales" (cuentos morales),
como si nos burlásemos de su verdadero espíritu, dice: "La rnusique est le seul
des talents qui jouissent de lui meme; tous les autres, veulent des témoins".
("La música es la única habilidad que se disfruta por sí misma; les demás necesitan
testigos").
Marmontel confunde aquí el placer que se deriva de oír sonidos
agradables con la capacidad de crearlos. La música, como ningún otro talento,
no es capaz de producir un goce completo si no existe otra persona para apreciar
su ejecución. Este arte sólo tiene de común con los demás artes la propiedad
de producir "efectos", que pueden ser gozados plenamente en la soledad. La idea
que el "raconteur" no ha podido concebir claramente o que ha sacrificado su
expresión a la afición nacional del rasgo de ingenio, es, sin duda, la muy sostenible
de que el orden más alto de la música es el que de modo más absoluto se siente
cuando estamos completamente solos. La proposición, formulada de esta forma,
será inmediatamente admitida por aquellos que aman la lira por sí misma y por
sus valores espirituales. Pero existe todavía un placer al alcance de la humanidad
doliente (y quizá sea éste el único) que debe aún más que la música al disfrute
paralelo de la sensación de soledad. Quiero decir la felicidad que proporciona
la contemplación de un paisaje natural. En verdad, el hombre que desea contemplar
cara a cara la gloria de Dios sobre la Tierra debe contemplar en soledad esta
gloria. A mí, al menos, la presencia no de la vida humana únicamente, sino de
la vida en cualquier otra forma que no sea la de los elementos vegetales que
crecen sobre el suelo y no tienen voz, es un borrón para el paisaje y está en
contraposición con el genio del mismo. Me gusta, en efecto, contemplar los oscuros
valles y las rocas grises, y las aguas que silenciosamente sonríen, y los bosques
que suspiran en intranquilos ensueños, y las orgullosas y vigilantes montañas
que nos miran desde lo alto. Me gusta contemplar estas cosas por sí mismas,
pero no aisladamente, sino como colosales miembros de un vasto conjunto animado
y consciente, como un todo, cuya forma (la de la esfera) es la más perfecta
y comprensiva de todas las estructuras; cuya ruta transcurre entre otros planetas;
cuya dócil servidora es la Luna; cuyo soberano inmediato es el Sol; cuya vida
es la eternidad; cuyo pensamiento es Dios; cuyo placer es el conocimiento; cuyos
destinos se pierden en la inmensidad, y cuyo conocimiento de nosotros mismos
es semejante al que nosotros tenemos de los animálculos que infectan el cerebro...;
un conjunto que, en consecuencia, consideramos tan animado y material como estos
animálculos deben consideramos a nosotros.
Nuestros telescopios e investigaciones matemáticas aseguran
en todos sentidos, y a pesar del confusionismo de la más ignorante clerecía,
que el espacio, y, por consiguiente, el volumen, constituye una importante consideración
a los ojos del Todopoderoso. Las órbitas por las que se mueven los astros son
las más adaptadas para la evolución sin choque del mayor número posible de cuerpos.
Las formas de estos cuerpos están exactamente dispuestas de manera que una superficie
determinada pueda contener la mayor cantidad de materia, y están dispuestas
para acomodar una población más densa de la que hubiesen podido acomodar si
hubiesen estado dispuestas de otro modo. No existe argumento contra la idea,
aunque el espacio sea infinito, de que el volumen tiene valor a los ojos de
Dios, porque puede haber una infinita materia para llenarlo. Y puesto que vemos
claramente que el dotar a la materia de vitalidad es un principio y, por lo
que podemos juzgar, el principal de todos en las operaciones de la Divinidad,
carecería de toda lógica el imaginar a Dios confinado en las regiones de lo
minúsculo, donde diariamente se nos revela, y no extenderse a las regiones de
lo augusto. Cuando describimos círculos dentro de círculos sin fin, evolucionando
todos alrededor de uno, único y distante, que es la cabeza de Dios, ¿no podemos
suponer analógicamente que del mismo modo, hay una vida dentro de otra, la menor
dentro de la mayor, y todo dentro del Espíritu Divino? En resumen: que erramos
fatalmente por un efecto de autoestimación, cuando creemos que el hombre, en
sus destinos temporales o futuros, es más importante que el Universo, que aquel
enorme "légamo del valle" que cultiva y desprecia y al que niega la existencia
de un alma por la sola razón, y sin que tenga otra más profunda, que la de no
verla en acción.
Estas fantasías, y otras del mismo estilo, siempre han dado
a mis meditaciones entre las montañas y las selvas, por los ríos y el océano,
un tinte de lo que la gente corriente no dejaría de considerar fantástico. Mis
vagabundeos por tales escenarios naturales han sido muchos, de largo alcance
y de ordinario solitarios. Y el interés con que he errado por un valle profundo,
o contemplado el cielo reflejado en numerosos y brillantes lagos, ha sido un
interés grandemente aumentado por el pensamiento de que yo estaba perdido y
lo observaba solo. ¿Qué charlatán francés fue el que dijo, refiriéndose al conocido
trabajo de Zimmerman, que "La solitude est une belle chose; mais it faut quelqu'un
pour vous dore que la solitude es une belle chase"? ("Ya verdad es muy bonita;
pero es preciso que haya alguien que pueda decíroslo"). El epigrama no se puede
contradecir; pero tal necesidad es una cosa que no existe.
Durante uno de mis paseos solitarios, en medio de una región
muy distante, encerrada entre montañas, con tristes ríos y lagos melancólicos
que serpenteaban o dormían, me hallé por casualidad ante un río en el que había
una isla. Corría el frondoso mes de junio, y me tumbé sobre el césped, debajo
de las ramas de un oloroso y desconocido arbusto, quedándome adormecido mientras
contemplaba el paisaje. Sentí que aquélla era la única forma en que podía hacerlo;
tal era el carácter fantasmagórico que ofrecía.
Por todos lados —salvo en el oeste, donde el sol estaba casi
a punto de ocultarse— se elevaban las murallas verdes del bosque. El pequeño
río, que describía una curva muy cerrada en su curso y de este modo se ocultaba
inmediatamente a mi vista hacía el este, parecía que no podía salir de su prisión
sino para ser absorbido por el follaje de los árboles, mientras que por el lado
opuesto (así me pareció mientras yacía en el suelo, con la mirada hacia arriba)
caía en el valle silenciosamente y de forma continua una rica cascada dorada
y purpúrea, lanzada por las fuentes del cielo, allí por donde se pone el sol.
A mitad del camino, dentro de la pequeña perspectiva que alcanzaba
mi mirada, reposaba en el seno de la corriente una pequeña isla circular, profundamente
llena de verdor.
"Tan fundidas las riberas y las sombras que todo parecía suspendido
en el aire".
El agua cristalina era tan semejante a un espejo que era casi
imposible decir en qué punto de la orilla esmeralda comenzaba su transparente
dominio. Mi posición me permitía abarcar de una sola mirada las extremidades
este y oeste de la isla, y observé en sus aspectos una diferencia singularmente
marcada. La parte oeste era un radiante harén de floridas bellezas. Brillaba
y enrojecía bajo la mirada del sol y reía desmayadamente a través de sus flores.
La hierba era corta, flexible y aromática, salpicada de asfódelos. Los árboles
eran jóvenes, risueños, erguidos, esbeltos y graciosos, orientales por el follaje
y forma, con corteza lisa, lustrosa y parcialmente coloreada. Por todas partes
parecía flotar un sentimiento de felicidad y vida; y aunque no soplaba viento
alguno, todo se movía, agitado por el suave balanceo de incontables mariposas,
a las que podía confundirse con tulipanes alados.
El otro extremo de la isla, el oriental, estaba sumido en una
sombría negrura. Una neblina de melancolía, todavía hermosa y reposada, envolvía
todas las cosas. Los árboles eran de un color oscuro, de lúgubre forma y aspecto,
retorciéndose en figuras tristes, solemnes y espectrales, que traían a la mente
ideas de pesar mortal y muerte prematura. La hierba tenía el tinte profundo
de los cipreses y las puntas de sus briznas colgaban lánguidamente, y entre
ellos se elevaban, aquí y allá, muchos toscos montículos, bajos y estrechos,
no demasiado largos, que tenían el aspecto de tumbas, aunque, desde luego, no
lo eran, si bien trepaban por todas las partes de su superficie las matas de
ruda y de romero. La sombra de los árboles caía pesadamente sobre el agua y
parecía quedar allí enterrada, impregnando de oscuridad las profundidades del
líquido elemento.
Imaginé que cuando el sol bajara más y más, cada sombra se
separaría con gesto huraño del tronco que le daba vida, y así de este modo sería
absorbida por la corriente, en tanto que otras sombras nacerían a cada momento
de los árboles, ocupando el lugar de sus difuntas predecesoras.
Una vez que esta idea tomó cuerpo en mi imaginación, excitó
a ésta en grado sumo y me quedé extraviado en otros ensueños. "Si alguna vez
hubo una isla encantada —me dije a mí mismo—, ésta es una de ellas". Éste es
el lugar de unas cuantas hadas gentiles que sobreviven a la destrucción de su
raza. ¿Serán suyas estas tumbas verdes? ¿O, por el contrario, entregan ellas
sus dulces existencias del mismo modo que la humanidad deja las suyas? ¿Será
acaso su muerte una consunción melancólica? ¿Entregarán a Dios poco a poco su
existencia, como los árboles entregan sus sombras una tras otra, agotando su
sustancia lentamente, hasta la disolución? Lo que el árbol decadente es para
el agua que embebe su sombra, ennegreciéndose cada vez más a medida que devora
su presa. ¿No será lo que la vida de las hadas pueda ser a la muerte que las
consume?"
Cuando así meditaba, con los ojos medio cerrados, mientras
el sol se hundía rápidamente hacia su ocaso y la mortecina corriente iba deslizándose
alrededor de la isla, arrastrando en su seno grandes, resplandecientes y blancas
tiras que se habían desprendido de los sicómoros —tiras que una ardiente imaginación
podría convertir, gracias a las múltiples posiciones que adoptaban sobre el
agua, en lo que le agradara—; mientras de este modo soñaba, me pareció que la
figura de una de esas hadas con quienes yo había soñado salía lentamente del
extremo oeste de la isla, internándose en las tinieblas. Iba erguida en una
singular y frágil canoa y la movía con un simple remo fantasmal. Mientras estuvo
sometida a la influencia de las rayos del sol, su actitud parecía indicar alegría,
pero se alteró por la angustia cuando pasó a la zona de las sombras. Lentamente
fue deslizándose y al final rodeó la isla y volvió a penetrar en la zona de
luz. "La vuelta que acaba de dar el hada —continué musitando en mi interior
—es la vuelta de un breve año de su vida. Ha flotado a través del invierno y
a través del verano. Ella está un año más cerca de la muerte, pues yo he podido
ver cómo, cuando se acercaba a la zona tenebrosa, su sombra se desprendía de
ella y era absorbida por el agua oscura, haciendo ésta todavía más negra".
De nuevo apareció el bote con el hada; pero en la actitud de
ésta había más de cuidado y de incertidumbre y menos de extática alegría. De
nuevo flotó desde la luz a la oscuridad (que se acendraba por momentos) y de
nuevo su sombra, desprendiéndose de ella, caía en las aguas de ébano y era absorbida
por ellas. Una vez y otra describió el circuito alrededor de la isla (mientras
el sol se precipitaba en su caída); y cada vez que salía a la luz se observaba
mayor pesar en su persona; tornábase más débil, más abatida y más desdibujada;
y cada vez que se internaba en la oscuridad se le desprendía una sombra de progresiva
negrura. Finalmente, cuando el sol había desaparecido por completo, el hada,
puro fantasma de sí misma, penetró desconsoladamente con su barca en la región
del río de ébano. No puedo decir si volvió a salir de allí, pues la oscuridad
cubrió todas las cosas y ya no volví a contemplar su mágica figura.
Gentileza de Ruthbén Darío
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